El silencio no es rentable

El silencio no es rentable

Uno de los desafíos más serios que enfrentamos en la vida religiosa se refiere, precisamente, a la comunicación dentro de nuestras comunidades. ¿Cómo vamos a comunicar bien a otros, a la sociedad, al mundo, si uno de los puntos débiles o problema grave que tenemos es en demasiadas ocasiones la falta de una vida fraterna auténtica? La comunidad sólo puede tejerse y afianzarse contándonos la vida, cuando compartimos no sólo palabras, sino experiencias, inquietudes y esperanzas.

Es fundamental recordar que comunión y comunicación tienen la misma raíz. Sin una comunicación verdadera, sincera, profunda y constante, no se puede lograr la comunión tan anhelada en nuestras comunidades. La falta, la mala calidad o incluso la ausencia de comunicación transforman demasiadas veces nuestras comunidades en simples lugares de pernoctación, sin vida real, sin vínculo genuino entre quienes la conforman.

Por ello, en este primer previo quiero llamar la atención a la urgencia de “poner hilo en la aguja” como decimos en Cataluña, o sea, ponerse manos a la obra y trabajar de manera decidida en el fortalecimiento de la vida fraterna en comunidad. No podemos permitir que el silencio se convierta en un obstáculo estéril o en una excusa para la indiferencia. Más bien, debemos redescubrir el valor del diálogo abierto y constructivo, donde cada voz tenga un espacio y cada corazón pueda expresarse con libertad y confianza, en estilo sinodal.

Este es el primer desafío: transformar nuestras comunidades en espacios de acogida, escucha y fraternidad real, donde la comunicación sea el puente que fortalezca nuestra comunión. Realmente aquí el silencio no es rentable, aprovechando este título tan interesante que me han asignado.

Redescubrir espacios de silencio… y de escucha

Por otro lado, aunque pueda parecer obvio, es subrayar un aspecto que, en ocasiones, damos por sentado: existe un silencio que sí es rentable, y muchas veces no lo ponemos en práctica. Se trata de aquel silencio que nos abre a la presencia de Dios, que nos permite entrar en su misterio y dejarnos llenar de Él. Es el silencio fecundo que no es ausencia, sino plenitud; no es vacío, sino encuentro.

En nuestras comunidades, necesitamos redescubrir el valor de estos espacios de silencio, no como meros intervalos entre actividades, sino como auténticos momentos de profundidad espiritual. Es un silencio que no nos aísla, sino que nos une más plenamente; un silencio que nos permite escuchar la voz de Dios y, desde ahí, escuchar verdaderamente a los hermanos con el corazón abierto.

Cuidar estos espacios de silencio dentro de la vida comunitaria es esencial, porque sólo desde esa interioridad serena puede nacer una comunicación auténtica, que no sea superficial ni apresurada, sino fruto de un corazón en paz. Comunidades que cultivan el silencio fecundo son comunidades equilibradas y felices, donde la comunicación deja de ser un trámite para convertirse en un verdadero encuentro de almas.

Así pues, en paralelo a la urgencia de fortalecer la comunicación fraterna, quiero recalcar la necesidad de un silencio que nutra y haga posible esa comunicación desde la hondura del espíritu. Porque sin silencio interior, nuestras palabras pueden quedarse vacías; pero sin comunicación, nuestro silencio puede volverse estéril.

Una comunicación con sentido

Por eso, si logramos mejorar nuestra manera de comunicar, será más fácil comprender la necesidad de transmitir nuestra vida y misión tanto dentro como fuera de nuestras comunidades. Una comunicación clara, auténtica y bien estructurada no sólo fortalece nuestra identidad interna, sino que da visibilidad y sentido a nuestra presencia en la sociedad.

Cuando aprendemos a comunicar bien, dejamos de ser realidades ocultas o incomprendidas y pasamos a ser testimonios vivos, capaces de generar comunión, inspirar vocaciones, fortalecer el sentido de pertenencia y aportar nuestra riqueza carismática a la Iglesia y al mundo. La vida consagrada no puede quedarse encerrada en sí misma; necesita salir, narrarse, mostrarse con verdad y con pasión, porque lo que no se comunica, no existe a los ojos del mundo.

Durante décadas, muchas congregaciones han optado por un perfil bajo en comunicación, a veces por prudencia, otras por miedo a la exposición pública o por la creencia de que el testimonio silencioso es suficiente. Sin embargo, en un mundo donde la narrativa la construyen quienes hablan, el silencio puede ser interpretado como irrelevancia o, peor aún, como ocultamiento, después de todos los escándalos de abusos aún tan presentes.

Hoy, la sociedad no sólo demanda información sino también autenticidad. Quiere conocer historias, rostros, experiencias que den credibilidad al mensaje. La Iglesia y la vida consagrada tienen una riqueza inmensa en este sentido: comunidades que trabajan en contextos de frontera, religiosas y religiosos comprometidos con la justicia, con la educación, con los más vulnerables. Pero si esta realidad no se comunica, es como si no existiera.

El silencio no es rentable porque no comunica y la vida consagrada tiene una voz profética que necesita ser escuchada en la sociedad actual, pero para ello debe aprender a comunicar de manera efectiva, no sólo informando, sino transmitiendo sentido, valores y misión. Comunicar bien no es un lujo ni una opción secundaria: es parte del compromiso evangelizador en un mundo que necesita mensajes de esperanza y autenticidad.

*Extracto de la ponencia de Gemma Morató i Sendra, OP, en el III Congreso de Comunicación de la CONFER

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